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El Milagro Desapercibido de Jesús

En el evangelio según Mateo, vemos uno de los momentos más impactantes en la vida de Jesús: la sanación de un leproso. Los leprosos en el primer siglo eran de las personas más marginadas en la sociedad. Desde el antiguo testamento, vemos cómo los leprosos eran considerados intocables, principalmente a raíz de lo fácil que era contagiarse de la enfermedad. En Levítico, por ejemplo, vemos dos capítulos (13 y 14) enteros dedicados a la identificación y diagnóstico de la lepra, junto a instrucciones sobre la respuesta correcta del pueblo y los sacerdotes ante una persona con lepra. ¿Y, cuál era esa respuesta? Sencillamente, encerrar a los leprosos para confirmar su diagnóstico, y luego de dicha confirmación apartar al infectado del resto de la población para evitar el contagio.

Una vez una persona era diagnosticada con lepra, era considerada inmunda, término que conlleva connotaciones espirituales. Una persona inmunda, por ejemplo, no podía participar de los sacrificios, ofrendas, u holocaustos presentados a Dios (Lev. 7:20-21), ni tan siquiera acercarse al tabernáculo de Dios (Núm. 5:3). Por tal razón, la lepra implicaba un sufrimiento físico, emocional, y espiritual muy distinto a otras enfermedades o condiciones físicas. El sufrimiento físico de un leproso incluía llagas, piquiña, peste, y en ocasiones pérdida de partes del cuerpo como las orejas o la nariz. El sufrimiento emocional estaba en el hecho de que, una vez diagnosticado, no podía volver a entrar en contacto físico con ningún otro ser humano mientras durara la enfermedad, lo cual por lo general duraba hasta la muerte. Imaginen un padre de familia, esposa o esposo, diagnosticado con lepra, impidiendo que pueda volver a ver su familia por el resto de su vida. Imaginen cómo se debe de sentir el no poder volver a disfrutar del calor humano que tanto necesitamos. En la actualidad, vivimos algo similar con la pandemia del Coronavirus, pero jamás se podrá comparar con el aislamiento que tenía que vivir un leproso en tiempos antiguos. Finalmente, el sufrimiento espiritual se encuentra en el hecho de que, al ser declarado inmundo, la persona no podía seguir practicando su adoración y servicio a Dios como antes, y culturalmente el ser inmundo estaba ligado con el pecado. Por lo tanto, una persona inmunda inevitablemente se sentía apartada de Dios, incluso podían llegar a pensar que estaban siendo castigadas por Dios por alguna razón. El sufrimiento de un leproso verdaderamente era sin paralelo.

Ahora volvemos al tiempo de Jesús, y Su encuentro con el leproso en el capítulo 8 de Mateo. Cabe notar que, en este tiempo, la costumbre era que los leprosos tenían que andar con una campana en el cuello, para así indicarle a las demás personas que no se acercaran. El leproso con el que Jesús se encuentra muy probablemente tenía esta condición por mucho tiempo. Nada en el pasaje nos indica que su condición era algo nuevo, y que su sufrimiento era mínimo. Al contrario, su desesperación es clara. El pasaje comienza con las palabras, “Cuando descendió Jesús del monte, le seguía mucha gente.” Este evento ocurrió inmediatamente luego del Sermón del Monte en los capítulos anteriores, el cual ocurrió al inicio del ministerio de Jesús. En otras palabras, el poder de Jesús aún no se había manifestado públicamente a grande escala, y quizás es por esto que, luego de sanarlo, Jesús le dice al leproso que “no lo digas a nadie.” Sencillamente, no era el tiempo, aún. Esto es un detalle sumamente interesante porque, si el poder de Jesús aún no era algo de conocimiento general, ¿por qué el leproso sintió la confianza de ir a donde Él y pedirle un milagro? Me parece que es muy probable que el leproso escuchó el sermón de Jesús de lejitos, y de alguna manera u otra (por el Espíritu Santo, quizás) pudo identificar que Jesús no era un mero hombre, sino el Hijo de Dios.

Sea cual sea la razón, el acercarse a Jesús muestra un acto de fe y confianza que nosotros hoy día debemos de imitar. Luego de aquí, el leproso le dice a Jesús, “Señor, si quieres, puedes limpiarme.” Fíjense en que el hombre no pide un milagro, directamente, sino que alude a la soberanía y voluntad de Dios. El decirle, “Señor,” implica que el leproso reconocía el poder y soberanía de Jesús, aunque este término también se usaba comúnmente como una forma de respeto. Pero, al decirle, “si quieres,” demuestra que el hombre no estaba simplemente pidiendo un milagro, sino que estaba reconociendo la voluntad de Dios, y tomando una decisión de someterse a ella. Me parece que el hombre estaba completamente dispuesto a aceptar un “no” de parte de Jesús, lo cual es increíble. ¿Cuántos de nosotros oramos a Dios, presentando nuestras peticiones, aceptando de antemano que quizás nuestras peticiones no sean la voluntad de Dios? ¿Cuántos estamos dispuestos a aceptar el “no” de Dios? No sé ustedes, pero sé que pocas veces yo me he sentido así. Me cuesta aceptar el “no” de parte de Dios, e insisto una y otra vez en mis oraciones que se haga mi voluntad, y no la de Él. El leproso, en este aspecto, debería de servir como el modelo a seguir cuando nos acercamos a Dios, entendiendo que Él es soberano y poderoso, y que escucha nuestras oraciones, pero también aceptando que Su voluntad es perfecta.

Finalmente, luego de afirmar la soberanía de Jesús, el leproso le pide que lo limpie (“puedes limpiarme”). Es interesante que no le pidió a Jesús que lo sanara, ni que lo libertara, sino que lo limpiara. La sanación implica un aspecto físico. La liberación implica un aspecto emocional o relacionado a espíritus malignos. La petición de ser limpiado refleja ese aspecto espiritual relacionado a la lepra descrita arriba, relacionada a la Ley y a la relación con Dios. El hombre estaba pidiendo una sanación completa, y no parcial. Claramente, se sentía marginado, apartado de Dios, y muy probablemente apartado de sus seres queridos. No sabemos cuánto tiempo este hombre estuvo sufriendo con esta condición, pero el tiempo que fuera es tiempo que estuvo sin sentir el amor y el contacto físico que todo ser humano necesita. Sencillamente, este hombre estaba sólo, y en medio de esta desesperación se acercó a Jesús por un milagro. Y, el milagro ocurrió. El hombre fue sanado (limpiado), y probablemente pudo regresar a su familia o sus seres queridos, una vez más sintiendo que era parte de la sociedad. Y, sobre todo, podía volver a disfrutar de su relación con Dios.



Pero, antes del milagro que todos conocemos, ocurrió otro “milagro,” el cual pasa por desapercibido por la mayoría de nosotros. Antes de que Jesús mostrara Su poder para sanar al hombre de una condición tan increíble como la lepra, Jesús le mostró un acto de amor y misericordia, el cual no tiene comparación: lo tocó. Antes de que Jesús le dijera las palabras famosas, “Quiero; sé limpio,” Mateo nos dice que “extendió la mano y le tocó.” Recordemos la condición que este hombre estaba viviendo; el tiempo que probablemente estuvo sin sentir ese calor humano que tanto necesitamos. Imaginemos a un hombre que había sido marginado por la sociedad, apartado de sus seres queridos, incluso apartado de Dios (en su mente). Imaginemos a un hombre que posiblemente no recuerda la última vez que sintió el amor de parte de otro ser humano, sino que solo recibía rechazo, miradas de asco y asombro, y frialdad. A ese hombre, Jesús extendió Su mano y le tocó. Jesús no tuvo miedo de infectarse con la lepra (algo que probablemente era imposible), ni de ser visto por otras personas y ser rechazado junto al leproso. Jesús no se preocupó por el “qué dirán,” ni tomó en cuenta la vida o el pasado del hombre. Jesús sencillamente extendió Su mano, y le tocó. Y, en este acto tan sencillo, le dijo al hombre, “Yo te amo.” En este acto, Jesús afirma el valor del hombre, aún dentro de su condición, y le devuelve un poco de su humanidad.

El milagro desapercibido de Jesús es uno de los momentos más increíbles en los evangelios. Y, así mismo como Jesús amó al leproso, nos ama a nosotros. Jesús estuvo dispuesto a tomar nuestros pecados, clavarlos en la cruz junto a Su propio cuerpo, y ser crucificado como un mero criminal. Jesús no tomó en cuenta nuestros errores o nuestro pasado, sino que borró esa historia en la cruz. Jesús no tomó en cuenta Su propio sufrimiento, Su humillación, ni el hecho de que, a pesar de todo, la mayoría de las personas lo rechazarían. Jesús no tomó en cuenta si lo merecemos o no, o si podemos darle algo de vuelta, o no. Jesús sencillamente nos miró, extendió Sus manos, y nos amó. ¡Qué amor tan increíble!

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